Jorge Lozano, semiótica y otras pasiones

Jorge Lozano nos dejó el pasado 22 de marzo, víctima del mal que marca nuestro tiempo. Catedrático de Teoría de la Información en la Universidad Complutense de Madrid, fue una figura fundamental de la semiótica española.

Nacido en 1951 en La Palma —la Isla Bonita le gustaba recordar—, se crió en Madrid, donde pasó prácticamente toda su vida. Comenzó a estudiar Físicas y se graduó en Historia. En la primera mitad de los años setenta, últimos del franquismo, con los libros que lograban cruzar la frontera Jorge tuvo su primer contacto con la semiótica, que fue un amor a primera vista. El descubrimiento de esta pasión le llevó en 1976 a Bolonia, considerada desde entonces y para siempre su patria intelectual y donde se formó con Umberto Eco y Paolo Fabbri.

El regreso a su tierra natal se caracterizó por una apasionada militancia semiótica. En 1979 editó una selección de textos de Yuri Lotman y de la Escuela de Tartu, que consideraba una tercera vía, un espacio de traducción desde donde supo combinar las enseñanzas de ambos maestros. En 1982 escribió junto a Cristina Peñamarín y Gonzalo Abril Análisis del discurso, un libro en el que se integra la semiótica con las propuestas de Erving Goffman, John Searle y John Austin. En su tesis doctoral, dirigida por José Luis López Aranguren y publicada posteriormente con el título de El discurso histórico, analizó las estrategias discursivas y persuasivas en los textos históricos. Este tema, entonces una novedad en la semiótica y una extravagancia en la academia española, determinó toda su carrera universitaria y hoy ocupa el centro de su legado intelectual.

Regresó a Italia a principios de los años noventa, compartiendo un vuelo en business class con Diego Maradona y su familia, para dirigir la Academia de España en Roma durante seis años, recordados aún hoy por su frenética actividad. Al mismo tiempo, sus cursos de verano en El Escorial le permitieron hacer dialogar a importantes representantes de la semiótica y a renombradas figuras de las ciencias sociales. Por los pagos escurialenses pasaron Niklas Luhmann, Jean Baudrillard, Louis Marin y Jorge Semprún, entre otros. Estos encuentros fueron el origen de muchos artículos que hizo publicar para Revista de Occidente, de la que, además, fue secretario de redacción en los años ochenta. Coincidiendo con la apertura de la transición, Jorge fue clave para que la publicación se convirtiera en una referencia donde convergían perspectivas de muy variada procedencia internacional. Su colaboración con la histórica revista de la Fundación Ortega y Gasset continuó sin descanso, como puede comprobarse en los números monográficos que editó sobre los temas del lujo, el camuflaje, la moda, el secreto, la transparencia y el documento, siempre asistido por su fiel amigo y colaborador Alfredo Taberna.

En 2008 fundó el Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura, cuyas siglas GESC nunca consiguió que fueran pronunciadas correctamente por quienes no estaban familiarizados con la lengua cervantina. Apoyándose en las actividades del grupo, fue capaz de orientar a muchos jóvenes investigadores hacia la semiótica de la cultura y realizar proyectos de investigación nacionales dedicados a WikiLeaks, al periodista como historiador del presente y a las figuras del destinatario en la semiosfera mediática.

Pero por encima de cualquier otra cosa, Jorge era un hombre de pasiones. Recordaba con entusiasmo su época de joven actor, evocaba con lucidez las obras de Pinter y departía sobre las semejanzas entre Piscator y Brecht. Disfrutaba de la poesía en autores como T.S. Eliot y Joseph Brodsky. En su afán por comprender la obra lotmaniana, releía con regocijo la prosa de Alexander Pushkin. Gozaba con la imposible versatilidad de las frases subordinadas en la escritura de Rafael Sánchez Ferlosio, cuyo estilo, como sabemos, intentaba replicar, buscando un vértigo discursivo e intelectual que siempre consiguió provocar, y que nosotros, a pesar de algunos aislados intentos (sic), nunca logramos reproducir. Amaba a Mariano Fortuny, a César Manrique y a Sam Peckinpah. Estimaba el bien vestir y hasta afirmaba que en su epitafio se leería: “he aquí uno que nunca vistió chándal”. Lucía una elegancia clásica que jugaba con los tonos grises, esquivando los peligros de su daltonismo.

Last but not least, a Jorge le gustaba conversar y, en una especie de mise en abyme, recordar conversaciones pasadas. Esta pasión nació probablemente durante los años setenta, cuando fue admitido por la tertulia que Juan Benet dirigía manu militari, y donde se formó su avezado arte de la argumentación mediante duelos de agudeza.

Más tarde, ya en los años ochenta, entró en la mítica “tertulia de los miércoles”, aún hoy activa y compartida con sus amigos Ramón Ramos, Fernando Sequeira, Agustín Díaz Yanes, Ricardo Pérez, Guillermo Uña, Javier Ramos, Edmundo Gil e Ignacio Cestau. Un reflejo de estas experiencias fueron sus numerosas publicaciones sobre la creencia y aquel libro dedicado a la persuasión que, como le gustaba repetir, en la antigua Grecia era una diosa. Y, en consecuencia, le rindió pleitesía.

Fue a través de interminables conversaciones, seriamente informales, que nos enseñó a entender la comunicación como una estrategia que combina la cooperación y el conflicto, a cultivar una pasión teórica, a observar la moda sin seguirla, sino a lo sumo anticipándola. Nos regaló una mirada semiótica. Nos dedicó un tiempo inestimable y lo dispensó generosamente. Ha sido un obsequio precioso y trataremos de aprovecharlo de la mejor manera. Intentaremos darle un futuro, el único tiempo de la historia que aún nos queda.

 

GESC

(Pablo Francescutti

Marcello Serra

Rayco González

Oscar Gómez

Miguel Martín)

 

 

(“Este texto fue publicado en el diario digital Ctxt el pasado 24 de marzo”)

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